miércoles, 15 de mayo de 2024

Desdoble y despliegue de Gastón Baquero

 

   Gerardo Diego


 El equívoco de las palabras “desdoble” y “desdoblamiento” consiste en que suponen en el corriente uso, que un uno se hace dos, siendo así que lo que nos dicen es que las dos mitades plegadas, coincidentes como las alas de una mariposa, se separan y se extiende visible la unidad del ser, al que antes no veíamos, ni acaso conocíamos, sino por una de sus caras. 

 Por otra parte, no hay sólo el caso binario, sino el ternario o múltiple indefinidamente. No es morboso que un ser rico de alma pueda aparecérsenos o descubrirse ante su propia conciencia, multiplicado por dos o por más de dos “sin dejar de ser uno”, sin perder su unidad. Y esto es lo que sucede naturalmente con los artistas, con los creadores -poetas, pintores, músicos-, capaces de albergar en sí mismos varios hombres, varias almas disimuladas en el habitual repliegue de su vida vulgar. Pero ese repliegue se abre en despliegue y el primer maravillado es el mismo ubicuo y anacrónico o sincrónico imaginador y sentidor.

 Un poeta puede así ir atesorando testimonios en un memorial de esa su vida soñada y profunda. Rafael Alberti cantó en inolvidable cantar: “Si Garcilaso volviera, yo sería su escudero: qué buen caballero era”. 

 Otro poeta, Gastón Baquero, poeta y periodista también magistral, se siente, siendo él mismo, viviente en otras vidas. Y hemos de darle crédito, aprobar su fantasía romántica, hoffmanesca, juanpaulina, fantasía que levanta y cuaja fantasmas que podemos tocar con los dedos. Basta que él lo diga -con tanto talento como emoción acumulada- para que le tengamos que creer. Si la poesía es acto de fe y no puede ser otra cosa en la comunicación de poeta y lector, creamos a Gastón Baquero a pie juntillas. Lo mismo si nos asegura que cuando Juan Sebastián comenzó a escribir la "Cantata del café”, que él estaba allí, sobre sus hombros, llevándole con la punta de los dedos el compás de la zarabanda. O cuando el “signorino” Rafael subió a pintar las cataratas vaticanas, él le alcanzaba los distintos colores y se los mezclaba y atenuaba sutilísimamente. O cuando Mozart simboliteaba (con la lengua entre los dientes de ratón) los misterios de su "Flauta", él le tendía un alón de pollo y un vaso de vino.

 Sí, hay muchos poetas, muchos músicos en su poesía. Pero es porque los poetas son los supremos testigos, los menos desmemoriados memorialistas. Como los músicos son los aburridores del tiempo, los que lo alisan y lo doman, y nos lo entregan mágico y puro en los barrotes de sus pentagramas.

                   

 “Desdoble y despliegue”, ABC, 5 de noviembre de 1968. Caricatura: Méndez-Chacón, ABC, 20 de mayo de 1963. 


domingo, 12 de mayo de 2024

La despedida


 Coventry Patmore

 

 No fue como tu grande y suave cortesía.

Tú, que estás libre de reproches,

¿nunca, mi amor, te arrepentiste

de cómo, aquel crepúsculo de julio,

te marchaste,

con repentina frase incomprensible

y el miedo entre los ojos,

en ese viaje de tan largos días,

sin un beso siquiera, o un adiós?

Bien supe yo que pronto partirías,

y así esperamos en la tarde leve,

tú susurrándome en tu voz tan frágil

arrasadoras alabanzas.

Pues bien, fue bueno

escucharte decir aquellas cosas,

y muy bien yo sabía

qué dio a tus ojos su amorosa sombra

como el viento del sur a un bosquecillo.

Y fue tu grande y suave cortesía

quien te hizo hablar de cosas cotidianas

alzando el luminoso, triste párpado,

para dejar lucir la risa

mientras yo me inclinaba

porque tu voz apenas ya se oía.

Pero dejarme así en terror de pronto,

por el asombro más que por la pérdida,

con frase vaga, incomprensible,

y el miedo entre los ojos,

para irte al viaje de todos tus días,

sin un beso siquiera, o un adiós,

vacía la mirada final en que te fuiste,

no fue según tu grande y suave cortesía.

 

 Departure


 It was not like your great and gracious ways!

Do you, that have naught other to lament,

Never, my Love, repent

Of how, that July afternoon,

You went,

With sudden, unintelligible phrase,

And frighten'd eye,

Upon your journey of so many days

Without a single kiss, or a good-bye?

I knew, indeed, that you were parting soon;

And so we sate, within the low sun's rays,

You whispering to me, for your voice was weak,

Your harrowing praise.

Well, it was well

To hear you such things speak,

And I could tell

What made your eyes a growing gloom of love,

As a warm South-wind sombres a March grove.

And it was like your great and gracious ways

To turn your talk on daily things, my Dear,

Lifting the luminous, pathetic lash

To let the laughter flash,

Whilst I drew near,

Because you spoke so low that I could scarcely hear.

But all at once to leave me at the last,

More at the wonder than the loss aghast,

With huddled, unintelligible phrase,

And frighten'd eye,

And go your journey of all days

With not one kiss, or a good-bye,

And the only loveless look the look with which you pass'd:

Twas all unlike your great and gracious ways.

 


 Traducción: Eliseo Diego


viernes, 10 de mayo de 2024

Coventry Patmore


 Eliseo Diego 

 Si nos guiamos por la arrogancia de su cabeza de águila, no debió ser muy fácil llamar amigo a Coventry Patmore. Y sin embargo, sus versos están tramados con hebras de compasión y ternura.

 Su cada día transcurrió a la luz del gas que iluminó a Victoria, la Reina. O más bien su cada noche, pues el día es siempre cosa del sol, a quien no interesan mucho los reinados ni los inventos de los hombres.

 Divagaciones, a mi juicio, pertinentes en el caso de Patmore, ya que los mejores poemas que escribió brotan todos de su vida inmediata, cotidiana -de sus noches y sus días. Nada más inmediato, por ejemplo, que la muerte de la mujer de uno.

 Los versos titulados “Departure” (literalmente “La Partida”, si bien en español me pareció mejor “La despedida”), están dedicados a su primera mujer, Emilia Augusta, muerta el 5 de julio de 1862. Pasaron varios días solos antes del final, ya que a los niños los habían enviado a casa de unos amigos. Ni siquiera la más discreta imaginación se atrevería a perturbar la intimidad de aquellas últimas horas en fuga. Cruzaremos en silencio junto a la gran casa en penumbra, o corridas las cortinas, y al otro lado la trémula luz de gas agonizante. Donde pronto comenzarán a aparecer las palabras terribles de la despedida, que ojalá sirvan de consuelo a quien reciba un golpe parecido.

 De algún modo Patmore debió escandalizar a sus contemporáneos. Se hizo católico hacia el final de su vida. Trató algunos temas que sin duda estimarían de dudoso buen gusto, como su “Oda al cuerpo humano”. Y se valió de palabras y conceptos familiares, no estéticos, incluso para aproximarse a complejas abstracciones, dentro de estructuras rítmicas de su propio diseño.

 Fue amigo de Gerald Manley Hopkins, el joven jesuita que escribió para cincuenta años más allá de su tiempo. Comparte con Robert Bridges, también amigo de Hopkins, el don de haber leído aquellos manuscritos como desde la posteridad que ahora somos, y el mérito de haberlo preservado para nosotros.


 

sábado, 4 de mayo de 2024

Las voces de mis amigos



 Eliseo Diego


 No sólo son nuestros amigos aquellos a quienes vemos casi a diario, o en un de cuando en cuando que es el siempre de toda una vida. Si la amistad, más que presencia es compañía, también lo serían aquellos otros con quienes jamás pudimos conversar porque nos separan abismos de tiempo inexorables. En estas páginas he reunido las voces de algunos de semejantes amigos. Con unos pocos hubo la posibilidad de que nos encontrásemos, pero la posibilidad es caprichosa, y no lo quiso. Todos me hablaban en inglés, idioma muy distinto al nuestro. Sin embargo, ¿no desea uno siempre compartir sus hallazgos de amistad con los que ama? Y así he pedido a mis amigos distantes que me permitiesen siquiera un eco en español de los consuelos, alegrías, deslumbramientos, susurrados por ellos a mi oído.

 Toda traducción es imposible, ya lo sabemos. Pero también la poesía es imposible y no vacilamos en acometerla con audacia y temor y a veces hasta con no mala fortuna. Mis puntos de vista en torno al fascinante aspecto del proceso creador que llamamos traducción no pueden ser más simples, como corresponden al ingenio lego que soy por naturaleza -perdónenme Dios y nuestro padre Don Miguel de Cervantes. Trataré de resumirlos.

 Si en una conversación mencionamos Don Quijote de la Mancha, nadie recordará la obra completa, capítulo tras capítulo, pero experimentará de inmediato la sensación, y la impresión, el sabor, el aroma Don Quijote de la Mancha, inconfundible, único, radicalmente distinto al sabor, el aroma, Hamlet o la Metamorfosis. Una buena traducción, me parece, no puede aspirar a más que evocar una sensación similar a la del original en la nueva materia idiomática donde ha encarnado. Vagas nociones por las que no debo ciertamente alabarme, sino al inglés Walter de la Mare, uno de los amigos a los que debo tanto.

 En su novela Memorias de una liliputiense -mejor que de una enana, como tradujo Cortázar en su excelente versión al español-, Miss M., la protagonista, una muchacha de proporciones perfectas aunque la vemos como por el extremo opuesto de un catalejo, se acoge a la protección de una vieja aristócrata, quien en realidad sólo desea mostrarla como una curiosidad a sus amigas. Cierta tarde coma a la hora del té -por supuesto-, una de las invitadas pide a la señorita M. que recite algún poema -como si se diese cuerda una cajita de música-, y ella escoge uno de Elizabeth Barrett Browning. “¿Por qué has escogido precisamente ese entre todos, pregunta una de las señoras?” “No sé”, responde turbada la señorita M. “No acierto a entender qué sean esas nubes, esas ráfagas… pero me atrajo él… no sé cómo decirlo, el..”  “¿El aroma?, sugiere rápida la señora. “Eso”, exclama ella, “eso, el aroma”. De modo que debo al poeta inglés cuanto me importa saber de este enigma -o mejor, a su criatura, la ágil señora viva en los muertos de la página.

 Si bien no todo, a Dios gracias. ¿Por qué se me concedió la posibilidad de traducir el poema dedicado por Coventry Patmore a la muerte de su esposa, y no el que dedica a su pequeño hijo, a quien, luego de un fuerte e injusto regaño, visitó en su cuarto con ánimo de consolarlo y aliviarse así su propia pesadumbre, hallándolo ya dormido, húmedas aún de lágrimas las pestañas, y sobre la mesita de noche, dispuestos con cuidadoso arte, los tesoros que suelen llevar los niños en sus bolsillos: una caja de fichas, un pedazo de vidrio pulido por el mar en la playa, dos monedas francesas de cobre? ¡Quién sabe! Pero, ¿por qué escribió Patmore su manojo de poemas y no otros, en la infinita gama de posibilidades? ¿Cómo encontrar una respuesta? Ojalá no la hallemos nunca.  


 Conversación con los difuntos, Ediciones del Equilibrista, Editorial Turner, 1991. 


lunes, 29 de abril de 2024

Arte de traducir: latitudes de Gabriel de Zéndegui



  Pedro Marqués de Armas


 Al presentar sus poemas en Flor oculta de poesía cubana, Cintio Vitier emitió un juicio preciso sobre la gran obra de traducción que dejará Gabriel de Zéndegui, Sones de la lira inglesa, publicada en Londres en 1920 dos años antes de su muerte en esa ciudad: “Joya principal de los traductores cubanos del siglo XIX, precioso libro de poesía y pensamiento poético, cuya introducción brevísima es la página de un maestro”. El solo título anunciaba la elegancia de la obra y algo de su concepto.

 Aunque reseñada en Cuba tras su aparición, mereciendo elogios de quienes fueran amigos de juventud, en verdad pasó inadvertida para la crítica de la época, hundiéndose en un olvido prolongado. Sus contemporáneos se detuvieron más en su libro Versos (Londres, 1913), donde incluía ya buen número de traducciones. Cierto que algunas se reprodujeron mientras emergía la vanguardia cubana, pero sin mayor consecuencia. Mejor lugar ocuparon -a comienzos de esa década- en Prisma, revista que dirigía desde París el poeta mexicano Rafael Lozano, en la que aparecieron sus versiones de Shelley.

 La figura de Zéndegui es de esas que despierta curiosidad por algún dato bibliográfico, como el haber publicado bajo seudónimo El bombero (1879), novela que sigue desconocida; haber sido íntimo amigo de José Martí saltándonos en alguna que otra carta, como aquella en que le declara no haber gustado de Ismaelillo, con lo que se gana una contenida respuesta moral; o pasar casi toda su existencia fuera de la isla: Madrid, Buenos Aires, Nueva York, y sobre todo la brumosa Londres, donde fue secretario de la Legación de Cuba desde 1902.

 Salvo por la breve presentación de Vitier, todo cuanto quedaba a mano era lo referido en el Diccionario de la Literatura Cubana. Hoy, por suerte, contamos con un generoso estudio del poeta y traductor Francisco Díaz Solar, quien capta tanto las claves de su proyecto de traducción, como los rasgos de su “pensamiento poético”.

 Zéndegui aprendió el inglés de niño en su casona del Cerro, donde fue criado entre amas negras e institutrices británicas. Su familia perdió parte de su enorme fortuna con la guerra de 1868. Desde muy temprano, leyó a los principales autores ingleses y norteamericanos, al tiempo que descubría la lírica española. Su labor como traductor de poesía fue tan extensa como aplicada, y aunque muchos de sus trabajos, como puede apreciarse en La Habana Elegante y El Fígaro, datan de 1880, no fue hasta sus últimos años, ya casi ciego, que agrupó esas traducciones y decidió publicarlas.

 Cierto que incorporó a algunos poetas de la guerra, que apresuró la tarea, incluyendo poetas y poemas nuevos, y retocando lo ya traducido; pero fue en cualquier caso un trabajo lento y paciente, a tono quizás con su carácter reservado, su obstinado rigor, o su falta de ambiciones.

 Cuando por fin envió Sones de la lira inglesa a la imprenta ya estaba completamente ciego, pero daba a la luz, con el gesto, la primera gran colección de poetas angloparlantes vertidos al español. Fernando Maristany, mucho más joven y al que admiraba como poeta y traductor, se le adelantó con Las cien mejores poesías (líricas) de la lengua inglesa (1918); pero solo éditamente, puesto que, en mayor medida, sus versiones son más antiguas, como también su proyecto.

 Zéndegui anuncia una pasión -un gusto, prefirió llamarle- que tendrá en Cuba a dos grandes sucesores: Francisco José Castellanos y Eliseo Diego. El último coincide en elección poética con el ecuánime Zéndegui, y prosística con el fantasmal Castellanos. Browning, Arnold, Dunsany y Walter de la Mare, por mencionar a unos pocos, les convocan.

 Vivió el Nueva York de Martí, tan imaginado por Eliseo, dejando una vivísima crónica (¿alguna otra?) que lo señala como excelente prosista; y echó raíces en el Londres eduardiano donde conoce en carne y hueso a algunos de los “amistosos espíritus” que frecuentarían a Diego: Thomas Hardy, Chesterton, Alice Meynell. Pasajero de ferries y trenes que, como Stevenson -al que también tradujo-, atravesó Norteamérica de costa a costa, captó tanto la extensión mental como el nuevo horizonte humano, entrevistos por Emerson y Whitman. Sus traducciones de ambos califican entre las primeras.

 Se volcó en los metafísicos y románticos ingleses, en los prerrafaelistas, y llegó como dije a los poetas de la guerra, sin alcanzar a los modernos norteamericanos. Por medio suyo, “Shakespeare, Wordsworth, Whitman hablan un español exactamente poético”, apunta en su ensayo Díaz Solar, quien aprecia una voluntad de servirse de esos poetas “para construir (construirse) un nuevo mundo, un edificio coherente, de severa arquitectura, que es su respuesta al desplome del proyecto civilizador que animó a los letrados cubanos del XIX”.

 Un mundo a fin de cuentas personal, en el que alienta una concepción: el estoicismo, y un estilo a medida: el barroco. Puede añadirse: el fruto de una reclusión donde exilio y ejercicio de traducción se convierten en una misma apuesta por el sentido.

  Como el propio Zéndegui explica en la introducción a Sones, estos podían ser graves o leves, pero en cualquier caso se trataba de ajustar latitudes, enviando esos poemas “del caviloso Norte de cielos grises al Sur impulsivo y deslumbrador” a modo de señales. Hay algo de solitario en su entrega, como de resistencia frente a un país perdido, por parte de quien confesó que lo único que le animaba era la poesía.

 Semejante transmisión, término que emplea, se informó en el barroco hispánico, sobre todo en su vertiente conceptista, es decir, en aquella que fusiona intelecto, melancolía y muerte.

 Ejemplo de ese molde, lo da el “Soneto CXLVI” de Shakespeare donde resuenan, con rumor más bien óseo, Quevedo y Gracián:


 ¡Pobre Alma mía! de mi barro centro,

del Tentador que te vistió burlada

¿por qué te afliges de escasez adentro

para ornar en tal lujo tu fachada?

 

 Con tan breve alquiler ¿por qué tal gasto

haces en tu mansión que se derrumba?

gusanos la tendrán, será su pasto,

bien sabes que tu cuerpo va a la tumba.

 

 ¡Ay, Alma! él es tu siervo, su ruina

tu ganancia ha de ser. La pasajera

sombra da en precio de la luz divina;

 

 sáciate adentro, sé muy pobre afuera

y a quien nos come comerás, de suerte

que acabará el morir, muerta la Muerte.


 Pero igual puede apreciarse en sus dos versiones de “Oda a una urna griega” de Keats, realizadas con años de distancia, y que transitan hacia estructura más aireada, próxima a San Juan y a Garcilaso, levedad no exenta de ímpetu romántico, ni de una dicción que por momentos recuerda a Donne, el gran ausente de estos Sones.

 Raimundo Cabrera, que lo visitó en la Legación Cubana, lo recuerda viviendo y hablando al modo cubano. Fumaba “cigarrillos de papel imitación de habanos”, bebía café y agua, rechazaba el whisky, y su pronunciación era todavía la de un habanero del Cerro. Tras unas gafas de miope, alto y solemne, lo vemos gesticular en el vacío, delante de un busto de yeso de Martí. 

 En total, vivió en Londres un cuarto de siglo. Conmovido por la conflagración de 1914, leyó a los poetas de la guerra, en particular a Rupert Brooke, al que tradujo con devoción al tiempo que dejándose influir. También Lettres d’un soldat, del sargento francés E. E. Lemercier, traducidas al inglés en 1917, que le inspiran -en renovado estilo- uno de sus mejores poemas.